lunes, 9 de marzo de 2009

ETELVINA Y LA LLUVIA


Sucede que la primera vez que Etelvina viste de blanco, la calle se ve amenazada por un cielo pardo. En cuanto estalla el chaparrón, tiene que escapar agachada bajo las pequeñas orejas de cemento por las cinco cuadras que separa su casa del trabajo. Esquiva apenas las inminentes gotas que se empecinan en armar una fiesta húmeda y saltarina sobre todas las cabezas, paraguas y capóts de autos. Es así como ese día –dicen- los clientes se apretujan dentro del negocio, y conviven. Se toman una taza de Café Juanita, o del Té Sabrina, o de la tan demandada lágrima en jarrita Emilia. Leen el diario. Se miran. Se ignoran. Escriben o hablan por celular. Etelvina atraviesa con prisa el pasillo pasadas las 8 a.m. de un viernes, haciendo un ruido ridículo a charco con sus embarrados zapatos, empeñados en dejar huellas por todo el piso de granito bordó. Como de costumbre, pide perdón varias veces, esta vez, en voz muy alta sacudiéndose el pelo, con la frente hacia el piso, sin reparar en si hay alguien que la escuche, y entra al toilette. Se enjuaga la cara con ambas manos. También las piernas, de abajo hacia arriba, salpicadas con barro. El estrecho recinto la contiene, apenas alumbrado por una lamparita amarillenta sobre un generoso espejo que abarca toda la pared y donde ella queda enfrentada a sí misma, transparente y blanca, yace. Su cuerpo se va revelando, como el despuntar del día en donde nada y todo se calla. Repara en su piel que se exhibe a través de las telas. Las puntas del oscuro pelo corto al hombro son un gotero incesante, y caen sobre sus pezones las diáfanas partículas. Siente los dedos de alguien quien hace tiempo que no acaricia, y la toca con la suavidad del agua. El estrecho cuello, los brazos, la boca, el lunar del pecho. Etelvina huele a lluvia. Permanece en el éxtasis del frío intenso y acalorado de estar toda húmeda y cierra cada tanto los ojos para no tener que creer en lo que ve más que en lo que siente. Retoza ahora en sus mechones, siente los dedos conspirados con sus rizos mojados y le da placer. Étel nunca había jugado. Hace un bollo con el papel seco del expendedor que tenía pensado usar para secarse la ropa y el cuerpo. Le gusta su nuevo olor, su desnudo incipiente, su escote llovido. Destraba y empuja con decisión la puerta del baño. Camina hacia la barra, y ante la vista atónita de sus compañeras y habituales clientes que paulatinamente van enmudeciendo, toma una bandeja y se dirige hacia las mesas sin ponerse, esta vez, el delantal.

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