viernes, 8 de mayo de 2009

Cascaritas en la piel

Volvió de su viaje número cuarenta y cinco del año dos mil ocho, y en el sillón negro arrinconado identificó un frondoso y cálido espacio. La mesa ratona de algarrobo sirvió para apoyar los pies ajados por las caminatas metropolitanas, el talco fundido y las medias de streech. Inclinó la cabeza para atrás fundido en los violines de The Lark Ascending de Vaughan Williams, una vez a un lado, otra vez al otro, hasta lograr el sonido hueco y acompasado de las vértebras. No había descubierto si eso lo relajaba o lo tensionaba aún más. Verla cocinar formaba parte de su plan de relajación, seguirla entre las repisas blancas, reparar en el cabello recogido tomado con una pinza. Sus quejas constantes por las canas incipientes se hubieran disipado si asumía lo bello que se veía su pelo formando un remolino oscuro, sinuoso, entre el humo de la cocina. En sus manos el repasador florido, y el extraño movimiento que hacía el hombro derecho al cortar hojas de lechuga en juliana sobre la tabla. Placentero. El excelso ritmo de la piel minúscula y cotidiana entremezclando sus inseguridades y velocidades de trabajo, con certezas y micropartículas de rímel de noche. Mariposas y piedras en el estómago, lo habían convertido ante ella en un humilde servidor de cosquillas y rituales que sólo eran de él.


Las agujas se detenían siempre a la misma hora, avisando que se quemaba la comida, con un timbre molesto que lo hacía pensar en que el tiempo libre no existía, menos estando en casa de regreso del trabajo. Su antebrazo lucía dos quemaduras recientes, aún coloradas, una línea al lado de la otra, y algunas cascaritas en las yemas de los dedos, estigmas de sus descuidos. “Creo que debo invertir en un microondas”, se decía, mientras, casi filosofando sobre un abandonado foquito que se prendía y se apagaba en el hall de entrada, resolvió comer su plato de arroz del día anterior, con un poco de azafrán. En noviembre los días le causaban la extraña sensación de tener menos cosas que hacer, de haber sufrido insomnio algunas noches, y de no tener programas favoritos en la tele, produciendo un aletargando estado en cada una de las obligaciones, desde lavarse los dientes, vestirse, o hasta en el camino al trabajo, menos cuando pensaba en ella.


La casa cobraba en cada rincón un frío equilibrio entre las líneas de sus columnas grises, las paredes de un blanco mate, los pisos ajedrezados y los finos muebles modernos de madera oscura. Y la otra verticalidad de cada noche, un cuerpo frente a la pantalla, con los puños de la camisa Oliver blanca arremangados hasta los codos, una fotografía del reflejo de un hombre en traje y su elegante casa, de la casa y su hombre, y del plato de arroz siempre desentonando más la ausencia de ella en ningún rincón.


Sintonizó cualquier canal. El movimiento del brazo fue preciso, hacia el plato, automático. Se empezó a hundir en los ruidos de los grillos, el foquito, la carcajada falsa del conductor, el tic tic del reloj de pared de ciento cincuenta dólares made in Paris, el chic chic del cuchillo inexistente y muerto sobre la tabla de madera a lo lejos, la cuchara rozando el cuadrado plato negro. Se rascó las cascaritas, que le dolían. Todavía. Y volvían a sangrar por un ratito. Pensó, faltan cinco más para el viaje número cincuenta. Quizás llego a regalarme un microondas. Volvió a su plato, quieto, amarillo hasta el último grano de arroz. No había viento afuera, sino una pausa triste, violeta.

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