lunes, 23 de febrero de 2009

EL RETIRO



Los brazos en alto, los trapos agitándose. Los cuerpos embarrados mirando el piso, con los brazos hacia delante en gesto de rezo, la cabeza entre las rodillas, otros con la espalda sobre el pasto. Los pibes. Los titulares, más allá los suplentes. El DT rascándose la nuca. A ese tipo no se le mueve un pelo, un habano apagado en la mano derecha que nunca prenderá. Ahora se peina las cejas. Veo que se me acerca. Chueco sos el elegido para hacer el último tiro. Me palmea el hombro. Los nervios en la punta de los dedos se expanden a todo el cuerpo. La mente en blanco. Me sube una fiebre espontánea y se me humedecen la frente y las patillas. Me muerdo el labio inferior. Empiezo a moverme, a estirar, a calentar. Los chicos me miran con tibieza, con ojos que tiemblan. La espesura empachada de marcas de botines formando pozos, opuesta a un cielo celeste que parece flamear, atravesado por un humo rojo, casi una bandera cubana, y yo, un Che que revive. El estadio parece enmudecer por unos segundos cuando notan el precalentamiento. Sólo oigo los anuncios del altoparlante. La gente prende cigarrillos, toma gaseosas, llora, come semillitas, se toma de las manos, cree en Dios. Mi inconsciente se acopla al de las nueve mil personas que rebalsan las tribunas, que piensan en el ascenso y se desviven porque sus hijos vivan esa fiesta única en la historia. Y yo, decido girar sobre mí, sacar una radiografía a este cuadro. Veo la bandera abrazando a un hincha agazapado en algún rincón, y en otro, se vuelven a cebar mates y se arriman la radio al oído. Furcado, el árbitro, avanza sobre la cancha con la pelota en la mano derecha y el silbato entre los labios, con pasos consistentes y de un sigilo peligroso. En ese instante, una multitud se empieza a parar, y en el Rosario Monumental la gente pierde la compostura. Comienza a pararse, gritar y silbar. Como todo comportamiento en masa, se contagian. Los padres se suben los hijos a los hombros y suenan algunas bocinas alentando. Gian González, el Pupe Ferrazzini, Chucho Caramutti y el Enano Fávez se paran sobre la línea hacia el arco abrazados unos con otros, esperanzados dentro de lo incierto. Camino. Me miro los pies. Mi vieja siempre me decía que tenía buen empeine. Y ahora que hace años me mantengo delgado, me da más presencia y uso calzado que me lo destaque. Noto que sangra una rodilla formando un dibujo perfecto de una rosa, el regalo preferido de Caro. Anoche hablé con ella y Tomy estaba llorando, tenía que cortar para darle de comer, dijo que me daba fuerzas, que pasara lo que pasara me amaba y más cosas que no escuché, me puse a llorar como un gallina, quizás porque sentí que sonaba a fracaso. Tengo un andar algo chueco, es un defecto que tuve de chico, pero me identifica. También me gusta mojarme los labios, sobre todo cuando estoy ansioso. Rezo por las milanesas de mi vieja, el café espumoso del bar de Juan, ahí en la esquina de casa, cuando mi perra mueve la cola si le grito, se me tira encima y me embadurna de baba. Vivo y muero por este club que hace diez años es mi segundo hogar, que me dio tantos amigos, satisfacciones, fracasos. Esta vez lo pensé bien, me voy con mi gorda y el nene, a quedarme los fines de semana con ellos, tomando mates en el patio, a levantarnos tarde, y comer más asados con vino. Levanto la vista y veo los colores de la cancha y vuelvo a reconfortarme. A cerrar otro capítulo en segundos. A ver la hinchada que se eleva sobre las tablas de madera y agita los brazos gritando ho ho ho el rojo es el campeó ó ó n, vámo a ganar, a esos putos le tenemos que ganar!! ¿La vieja estará mirando? Me toco la boca con la punta de los dedos y me agacho a tocar el punto de penal donde va la pelota. Lo bendigo, lo beso, lo despido. Esto es por vos, vieja. Miro a los pibes ahí, abrazados en posición de salir corriendo al centro de la cancha a festejar. Me tienen confianza. El héroe, queriendo saborear el triunfo por anticipado. Falta tan poco, para mí una dolorosa eternidad. Pero son unos segundos, nada más y huelo la pizza saliendo del horno. Toda la escena se me aparece en cámara lenta. El arquero de Deportivo Saladillo se sube las medias, golpea dos veces cada botín contra los postes del arco, ajusta sus guantes. Me mira fijo, desde la mitad del arco. Me alejo, despacito de la pelota, unos metros, hacia atrás, un poquito a la izquierda, otra vez hacia atrás. Pienso en mi gordo que está mirando y quiero que sienta orgullo de su padre. Transpiro las axilas, las manos, siento el gusto a vino en mi boca, el salamín deshaciéndose. Siento los silbidos de los salados, Chueco sos de madera, escucho entre voces, y atrás el aliento de mi hinchada, los bombos, las puteadas que cruzan como un puente sobre mi cabeza. Cuando vuelva me voy a comer una napolitana, con papas fritas, un tinto, con apenas un chorro de soda, para que no pegue tanto. Voy a dormir más de doce horas, le voy a hacer el amor a mi esposa dos veces, y voy a pensar en el buen recuerdo. Cuando salga el boletín del Club, mi foto llorando, ojalá de alegría. Relojeo de nuevo la circunferencia que espera mi patada desafiante. Los chicos me miran, otros bajan la cabeza o guardan su medallita en la boca. La patada certera del Chueco. Se viene. Suena el silbato y avanzo.

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