Ella debe ir a tomarse el 133. Le gusta esa esquina porque
tiene una saliente en la pared y puede sentarse a esperar. Además, hay balcones
lindos con plantitas y esculturas de mampostería sobre casas de medio siglo. La
mirada sigue cada movimiento: el que con pasitos cortos cruza la calle, la
concheta que habla por celular a milpalabrasporhora
al son de sus pulseras, el niño que vuelve silvando de la escuela inclinado
hacia adelante con su mochila a cuestas, el empresario dentro de su BM y los
taxistas, ambos en su especie ignorando por igual la senda peatonal.
En esa esquina le aparecen los resabios de un miedo
infundado que le incomoda. A pesar de estar rodeada de vida y desplazamientos,
ella siente que algo se derrumba. Y no son los angelitos de cemento que se caen
de los muros de la casa elegante. El rumbo le da la espalda. Todos se mueven
hacia un destino, menos ella. Étel imagina al niño saboreando una milanesa con
su madre, al tipo apurado cogiéndose en minutos reloj a su mujer, al empresario
sacando una billetera abultada y comprándole una joya a su amante, el taxista
entablando un debate K con un pasajero y tocando bocina, la mujer con su novia
tocándose y pasándose la lengua con frenesí. Entre las historias, no estaba la
de Étel. Sí la paranoia suya de salir y regresar a la misma soledad, y como
dijo su madre alguna vez: El vacío del hogar es causa de muerte. Ella no quiere
morir. Menos sola. Menos en un cajón con terciopelo rojo, con un vestido
horrible y todos examinándola con lástima como una pieza de museo ajada. No me miren idiotas. ¿Ahora aparecen? Ya no
los necesito.
Se refugia en la saliente de la esquina que, de alguna
forma, la sostiene. Piensa, nunca tuvo un sostén. Nadie la tomó de la mano para
acompañarla. El último roce de manos lo tuvo al darle monedas a un abrepuertas.
Y se chupó después ese dedo con regocijo como si fuera un manjar egipcio. Se
acordaba de las chicas y chicos que conoció en su vida. Las chicas fueron mucho
más suaves en la cama. Ellos no comprendían su vergüenza al desvestirse. Es que
ella era feroz en sus fantasías, y se lo guardaba. Etelvina, por qué fuiste tan haciaadentro. Sacá el gato, animate, mujer, me decían. Y cuando abría los ojos,
ya todo había pasado y ella descubría la mitad de la cama vacía, se iba a
buscar un taxi a la calle vestida de noche, con la entrepierna húmeda todavía,
directo a meterse en la ducha con Jim de fondo imaginando su melena. Luego dormir
hasta la noche siguiente.
People are strange when you're a stranger.
Faces look ugly when you're alone.
Empieza a sentir un escalofrío y piensa en una muerte
ridícula. Y ella sin roce, sin novio, siquiera planes para esa noche. El
colectivo seguiría de largo y la atropellaría en el medio de la calle. Alguna
de las plantitas del balcón caería sobre su cabeza. Alguien le robaría la
cartera y al resistirse, le clavarían un cuchillo. Algún degenerado la
arrastraría del brazo hacia un lugar oscuro y luego de violarla varias veces,
la dejaría tirada donde nadie la encuentre (ni siquiera nadie la buscaría).
Y es entonces en el medio de ese recurrente monólogo
interior cuando levanta la vista y ve aparecer el 133. Étel se reincorpora
abandonando su sostén y sube. Al tomarse del pasamanos, roza una falanje de un
señor con sombrero quien la mira con curiosidad. Con un desparpajo único, ella
se lleva el dedo a la boca y saborea el gusto a perfume. Piensa: En absoluto. No me importaría morir.
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