miércoles, 18 de junio de 2014

DECESOS

 Cuando algo se sabe, se sabe. Aunque a muchos les falte calzarse el lente correcto.

Ellos adivinaban el movimiento constante, era un enemigo que le brindaba paz con cada huida. Al arrime y al rebote, un partidito con la histeria salada, a refrescarse del sol o del sexo, jugar a las escondidas con las carencias, tirar penales por whatapp.

En la salud como en la enfermedad. Hasta la muerte. Sabían muy bien cómo fingir amarse, no por la noche sino todo el tiempo. Inclusive en vacaciones. Iban deteniéndose, viendo esto y aquello, quizás lo mismo, y se besaban de a ratos con abrazos, descansando en alguna orilla, tapando algunas huellas y miedos. Mientras vibraba inquieto el celular silenciado en algún bolsillo.

El trabajo, la compu, los cables, las soluciones y las cuentas, el tono del teléfono y el tic tic del teclado. Somos obreros de la vida, constructores de nuestro deceso y esclavos de nuestras vacaciones. Siempre alguien ya lo dijo mejor: “El tiempo libre no existe”. Entonces el mar y la cerveza se convierten en pura espuma. Van de la mano pero peleados, espiando tapas de libros y escuchando churroooo churroooo en ecos disonantes mientras la arena les tapa los poros y las ganas, se mete en los bolsillos. Llegan de vuelta de vacaciones y sigue todo lleno de arena, de recuerdos y de finales de todos los colores.

Hasta que los caprichos de la edad nos separe, dijo alguna vez a su madre, aunque sabía que no era el amor de su vida. Pasaba tardes enteras con ese chico con el que discutía de música, el último tono del disco, hasta la pitada final de su cigarrillo en el que se perdía el hilo de la conversación. Comenzaban a balbucear lenguaje de simios y caían en las sábanas para mutar en dos cuerpos desnudos que comenzaban a enroscarse. A transpirar hasta los huesos, en el sitio en donde todo se desvanecía y volvía a nacer. Y así. Cada día. Vení, cogeme. Y así. Así.

Comenzaron a crecer, a ser mayores, de acuerdo al tiempo del corazón. Se hicieron más grandes sus miedos, las plantitas del fondo de la casa y los granos de arena. Y menos frecuentes el sexo, los regalitos, las vacaciones.

Por la noche, salían a comer pescados y reían con copas en la mano de temas intrascendentes. Con el pecho algo partido. Con el pan y alguna salsita. Quienes los conocieron, hubieran dicho que en esos momentos jamás pensaron en el regreso, en el aire que fluye, que entra y sale, la vuelta a la rutina de la ciudad y del smog del amor. La mesa era todo dientes blancos, la lengua jugando con la comida, el cuerpo procesando cosas, el fresco de la noche, los amaneceres callados, los billetes.

Todo cuerpo pasado fue mejor. El mar-histeria, se retraía cada vez que intentaban tocarlo y les enviaba animales horribles para que ella hecha una niña saltara saliendo del agua y él la rescatara. Y así. Así, jugaban sin contrincantes. Regresar es morir un poco, se nos va un pedacito de cada uno en el otro. Dejamos en el camino un descanso atroz. Ese tiempo no es de ellos ni de nadie, es del reloj. Y nadie les cree cuando dicen que la están pasando bárbaro y suben fotos relindas en Facebook.

Ella se recoge el pelo con un gancho y se perfuma, abriendo sus plumas ante un orangután de ojos azules que ya la conoce en cada uno de sus espasmos, inclusive los fingidos, y que hace chistes malos cuando no sabe qué decir o para remediar alguna inevitabilidad. Siempre que llovió me encontré con baldosas sueltas. Le dice.

Ella ríe y lo besa sin lengua.

Mejor pajarón en mano que galán volando, se miente. Y se van a cenar una paella. En la otra mesa un hombre de camisa le da de probar en la boca un cornalito a la gorda. A caballo regalado, no se le mira la montura. Comentan por lo bajo y muestran los dientes para morder con evidencia lo callado.

El teléfono vuelve a vibrar y él no responde. Ese brrr brrr en el bolsillo del pantalón era sumamente erotizante. Sabe quién es y la imagina masturbándose pensando en él. Y el vino es sangre y le tiñe su lengua. Hablan horas sobre política y sobre cine sin tener una puta idea de cámaras, directores, actores. Reivindico lo que pienso: Somos lo que comentamos en el ascensor, y lo que dejamos de comentar en la cena.

Ella siempre le gana al truco y a los dados. Ella es la que le lee en voz alta los titulares. Lo escucha y asiente, pero nunca compartirá con él sus verdaderas conclusiones sobre la humanidad, los hippies y los choros, porque piensa muy distinto. Él cree que ella lo escucha y locuaz, construye en su garganta pensamientos que tienen coherencia. Arma y desarma frases. Pregunta y se responde armando formas con sus pulgares en el mantel. Juega con la servilleta. Piensa: todo eso lo escribiré al llegar a casa. Ella lo olvidará por completo. Él crea para resistir. Resistir el cambio y la muerte, la falta de amor. Transgredir su propia vida. Viajar con los olores de la comida a todas y a ninguna parte. Él sueña con que los balcones hablarán con altura sobre lo que sucede abajo. Ella piensa que trae mala suerte pasar debajo de uno.

El sonido del cierre rodeando la ropa y las persianas alcanzando el tope del piso en la habitación ya vacía, son preludios del regreso. Una mudanza de muestras de shampoo y un firme malestar de pertenecer a otra parte -ni al mar, ni siquiera a las palabras prohibidas-, aunque se muera un poco del otro lado.


Que el calendario no venga con prisa. Cantan juntos en el auto. Y se toman de la mano, se acarician, se conectan a través de los acordes y de la cuerina del auto. Brillan de perfil con la luz que atraviesa el parabrisas, marcando la mitad de la cara, que es otra cosa que la mitad de la naranja. Es la mitad de nuestra vida, las suyas. La mitad del amor que uno atesora, para cuando esa mitad falte, al menos resignarse y quedarse con un poquito de vida para sí mismo. Guardado en los bolsillos. Hasta el comienzo del próximo partido.  

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