Cuando algo se sabe, se sabe. Aunque a muchos les falte
calzarse el lente correcto.
Ellos adivinaban el movimiento constante, era un enemigo
que le brindaba paz con cada huida. Al arrime y al rebote, un partidito con la
histeria salada, a refrescarse del sol o del sexo, jugar a las escondidas con las
carencias, tirar penales por whatapp.
En la salud como en la enfermedad. Hasta la muerte. Sabían
muy bien cómo fingir amarse, no por la noche sino todo el tiempo. Inclusive en
vacaciones. Iban deteniéndose, viendo esto y aquello, quizás lo mismo, y se besaban
de a ratos con abrazos, descansando en alguna orilla, tapando algunas huellas y
miedos. Mientras vibraba inquieto el celular silenciado en algún bolsillo.
El trabajo, la compu, los cables, las soluciones y las
cuentas, el tono del teléfono y el tic
tic del teclado. Somos obreros de la vida, constructores de nuestro deceso
y esclavos de nuestras vacaciones. Siempre alguien ya lo dijo mejor: “El tiempo
libre no existe”. Entonces el mar y la cerveza se convierten en pura espuma.
Van de la mano pero peleados, espiando tapas de libros y escuchando churroooo churroooo en ecos disonantes
mientras la arena les tapa los poros y las ganas, se mete en los bolsillos. Llegan
de vuelta de vacaciones y sigue todo lleno de arena, de recuerdos y de finales
de todos los colores.
Hasta
que los caprichos de la edad nos separe, dijo alguna vez a su
madre, aunque sabía que no era el amor de su vida. Pasaba tardes enteras con
ese chico con el que discutía de música, el último tono del disco, hasta la
pitada final de su cigarrillo en el que se perdía el hilo de la conversación.
Comenzaban a balbucear lenguaje de simios y caían en las sábanas para mutar en
dos cuerpos desnudos que comenzaban a enroscarse. A transpirar hasta los
huesos, en el sitio en donde todo se desvanecía y volvía a nacer. Y así. Cada
día. Vení, cogeme. Y así. Así.
Comenzaron a crecer, a ser mayores, de acuerdo al tiempo
del corazón. Se hicieron más grandes sus miedos, las plantitas del fondo de la
casa y los granos de arena. Y menos frecuentes el sexo, los regalitos, las
vacaciones.
Por la noche, salían a comer pescados y reían con copas en
la mano de temas intrascendentes. Con el pecho algo partido. Con el pan y
alguna salsita. Quienes los conocieron, hubieran dicho que en esos momentos
jamás pensaron en el regreso, en el aire que fluye, que entra y sale, la vuelta
a la rutina de la ciudad y del smog del amor. La mesa era todo dientes blancos, la lengua jugando con la comida, el cuerpo
procesando cosas, el fresco de la noche, los amaneceres callados, los billetes.
Todo
cuerpo pasado fue mejor. El mar-histeria, se retraía cada vez
que intentaban tocarlo y les enviaba animales horribles para que ella hecha una
niña saltara saliendo del agua y él la rescatara. Y así. Así, jugaban sin
contrincantes. Regresar es morir un poco,
se nos va un pedacito de cada uno en el otro. Dejamos en el camino un descanso
atroz. Ese tiempo no es de ellos ni de nadie, es del reloj. Y nadie les cree
cuando dicen que la están pasando bárbaro y suben fotos relindas en Facebook.
Ella se recoge el pelo con un gancho y se perfuma, abriendo
sus plumas ante un orangután de ojos azules que ya la conoce en cada uno de sus
espasmos, inclusive los fingidos, y que hace chistes malos cuando no sabe qué
decir o para remediar alguna inevitabilidad. Siempre que llovió me encontré con baldosas sueltas. Le dice.
Ella ríe y lo besa sin lengua.
Mejor
pajarón en mano que galán volando, se miente. Y se van a
cenar una paella. En la otra mesa un hombre de camisa le da de probar en la
boca un cornalito a la gorda. A
caballo regalado, no se le mira la montura. Comentan por lo bajo y
muestran los dientes para morder con evidencia lo callado.
El teléfono vuelve a vibrar y él no responde. Ese brrr brrr en el bolsillo del pantalón
era sumamente erotizante. Sabe quién es y la imagina masturbándose pensando en
él. Y el vino es sangre y le tiñe su lengua. Hablan horas sobre política y sobre
cine sin tener una puta idea de cámaras, directores, actores. Reivindico lo que
pienso: Somos lo que comentamos en el
ascensor, y lo que dejamos de comentar en la cena.
Ella siempre le gana al truco y a los dados. Ella es la que
le lee en voz alta los titulares. Lo escucha y asiente, pero nunca compartirá con
él sus verdaderas conclusiones sobre la humanidad, los hippies y los choros,
porque piensa muy distinto. Él cree que ella lo escucha y locuaz, construye en
su garganta pensamientos que tienen coherencia. Arma y desarma frases. Pregunta
y se responde armando formas con sus pulgares en el mantel. Juega con la
servilleta. Piensa: todo eso lo escribiré
al llegar a casa. Ella lo olvidará por completo. Él crea para resistir.
Resistir el cambio y la muerte, la falta de amor. Transgredir su propia vida.
Viajar con los olores de la comida a todas y a ninguna parte. Él sueña con que los balcones hablarán
con altura sobre lo que sucede abajo. Ella piensa que trae mala suerte pasar debajo
de uno.
El sonido del cierre rodeando la ropa y las persianas
alcanzando el tope del piso en la habitación ya vacía, son preludios del
regreso. Una mudanza de muestras de shampoo y un firme malestar de pertenecer a
otra parte -ni al mar, ni siquiera a las palabras prohibidas-, aunque se muera
un poco del otro lado.
Que
el calendario no venga con prisa. Cantan juntos en el auto. Y
se toman de la mano, se acarician, se conectan a través de los acordes y de la
cuerina del auto. Brillan de perfil con la luz que atraviesa el parabrisas,
marcando la mitad de la cara, que es otra cosa que la mitad de la naranja. Es
la mitad de nuestra vida, las suyas. La mitad del amor que uno atesora, para
cuando esa mitad falte, al menos resignarse y quedarse con un poquito de vida para
sí mismo. Guardado en los bolsillos. Hasta el comienzo del próximo
partido.
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